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Pacto de élites para una negociación sostenible: Plan Colombia II

Pacto de élites para una negociación sostenible: Plan Colombia II
Foto: AFP
La divergencia entre las élites políticas que representan Uribe y Santos determina el grado de confianza en las negociaciones de paz y el nivel de incertidumbre sobre el alcance de los acuerdos. La batalla de las élites lleva a que los medios sobredimensionen los hechos de violencia propios de estos procesos, a partir de las críticas de los opositores que los interpretan como la intención de no negociar de las Farc. Se distorsionan así discusiones en la mesa, se confunde y asusta a la opinión pública y la agenda empieza a girar alrededor de seguir o no las negociaciones.
En esa dinámica, el marco del acuerdo se estrecha, al igual que las expectativas ciudadanas. El riesgo de firmar un acuerdo sin consenso entre las élites (y, por ende, en la opinión pública que las sigue) le dificulta al Estado cumplir lo que se pacte. El efecto en la guerrilla de esa división es que también profundiza su desconfianza en el proceso, en la medida que ve débil al Gobierno o divididas a las élites para cumplir lo acordado. Las dos partes pierden confianza y los hechos de violencia en ese contexto cobran dimensión inmensa en los medios, y son los guerreristas de ambos bandos quienes imponen la agenda que puede llevar al fin de las negociaciones.
Superar la divergencia entre las élites es indispensable para lograr acuerdos efectivos. Esta tarea la inició Néstor Humberto Martínez y seguramente un tercero internacional ayudaría a consolidar la paz entre las élites, sin la cual será difícil para la opinión nacional y las Farc creer que habrá una paz positiva, sin violencia y con reformas. Si se logra el pacto de las élites se pueden acordar reglas para el manejo de los medios para las dos partes de la mesa, que ayuden a controlar y minimizar el impacto de la violencia en las negociaciones. Los extremistas de ambos bandos siempre están listos a provocar la ruptura y desdibujar el proceso.
En otras negociaciones en el mundo, la ruptura entre las élites provocó crisis que hicieron ineficaces los acuerdos. La tarea sugerida es encontrar el consenso en el que la mayoría de la sociedad se comprometa con un tipo de paz y la asuma con el mismo patriotismo con el que asumió la guerra.
Si se puede negociar con las Farc un marco para impulsar reformas políticas, económicas y sociales, que son las que permitirán la convivencia pacífica, es lógico negociar entre los civiles el tipo de paz que es tolerable para la mayoría. Aunque el Gobierno lo tiene claro, su estrategia para lograr un respaldo amplio no ha sido exitosa. Tal vez le falta enfrentar el debate sobre los temas críticos de frente con el uribismo y sus aliados, con la mediación de terceros, para lograr el consenso sobre el contenido de la paz deseada. Entonces se podrán concluir las negociaciones con las Farc, sobre la certeza de un pacto político de las élites que facilitará cumplir lo que se firme.
Patriotismo Inc.
La paz requiere activar un patriotismo equivalente al que despertó la ofensiva militar de 2002-2008. Las élites se unieron cuando Uribe lideró la guerra contra las Farc, hubo un consenso previo que fue espontáneo, pero tuvo una estrategia detrás construida con Estados Unidos: diálogo sí, pero con plan B: el Plan Colombia, que consistió en fortalecer el aparato militar para doblegar a la guerrilla si las negociaciones fracasaban. Bajo ese consenso, Pastrana dialogó con las Farc, mientras las Fuerzas Militares crecían, se entrenaban y armaban para la ofensiva.
El fracaso de los diálogos llevó a la ofensiva militar con apoyo de la ciudadanía, y financiación de Estados Unidos y de los empresarios, que pagaron impuestos especiales con gusto. La ofensiva se desplegó con escasos contradictores, sin escándalos en los medios, sin voces ni reclamos ciudadanos que restringieran la acción militar. Ese consenso llevó a las Farc a perder la mitad de su fuerza y a refugiarse en las fronteras perdiendo su capacidad ofensiva.
El plan B, el Plan Colombia, tuvo una condición colateral que lo hizo exitoso, En gran medida gracias a la presión de Estados Unidos, la reducción del poder de las Farc no implicó el triunfo de los paramilitares en el terreno político. Al contrario, cuando se impuso la desmovilización de los “paras”, que fue bastante arbitraria y a espaldas del país, la señal era que se iba a construir una mejor democracia y no un cogobierno con otra autoridad arbitraria. La extradición de los líderes paramilitares que incumplieron compromisos y las sanciones de cárcel en el país para algunos de sus dirigentes dejaron claro que el paramilitarismo no iba a cogobernar. El papel de Estados Unidos fue fundamental y la Corte Constitucional dio el paso final al clausurar la posibilidad del tercer período de Uribe y condenar a prisión a mas de 70 parlamentarios elegidos con la arbitrariedad de la violencia paramilitar. Iban a controlar el Estado.
Reconsenso a la inversa o viceversa
Ahora se requiere un consenso equivalente, pero al revés. Las élites uribistas deben tener la certeza de que la paz no se hace para que las Farc cogobiernen con Santos o para que amenacen su futuro imponiendo reglas arbitrarias en La Habana. Si el plan B de los diálogos del Caguán fue la ofensiva militar con todos los fierros y tropas, el plan B de Santos debe ser la ofensiva del diálogo para la paz con todos sus fierros y tropas.
Esto es, en primer lugar, crear los espacios para dialogar con los guerreristas de las élites civiles para llegar a los pactos que permitan acuerdos duraderos en La Habana. Pactos que se deben firmar y protocolizar con terceros garantes y validadores. En segundo lugar, es necesario establecer protocolos de comunicación con las Farc para dirigirse al país por los mismos canales, para que ayuden a crear una imagen diferente del enemigo y encontrar valores que los acerquen al ciudadano. Se pueden establecer de manera simultánea protocolos para el manejo de información sobre las discusiones en La Habana, abandonando el idioma del conflicto armado, de manera que los hechos de violencia que se presenten no se conviertan en oportunidades para que los guerreristas impongan su lenguaje y agenda en los diálogos y minen la confianza ciudadana.
Un modelo para todos
Ya hay equipos y acciones para ilustrar y sembrar la cultura de la reconciliación. Pero esta campaña no es efectiva para cerrar el abismo que separa a Gobierno y uribistas. Sirve para formar mejor a los que ya creen en la reconciliación, pero los opositores se mantienen al margen, radicalizados por un liderazgo pasional que rechaza dialogar.
La tarea de cerrar la brecha exige crear espacios de negociación para discutir la transición, no sólo de las Farc, sino del uribismo hacia un modelo de sociedad aceptado por todos. Las Farc debían exigir que en la mesa también se siente la posición de cerca de medio país que Uribe representa para que el acuerdo no nazca cojo. Como no lo van a hacer, es necesario lograr el pacto de las élites, para que a La Habana llegue un mandato unificado que logre una ratificación popular mayoritaria.
El cerrado equipo de La Habana no puede adelantar las tareas para ganar la batalla en la mente de los colombianos (y de los uribistas), ni le corresponde. Tampoco alcanzan los esfuerzos de los círculos del presidente, ni las esporádicas campañas publicitarias, ni las visitas aisladas de juristas internacionales. Se requiere un Plan Colombia II con recursos suficientes para ganar la batalla mental. Se requieren actores internacionales, medios, pedagogos, expertos en justicia transicional, estrategas sociales, que desplieguen sus habilidades en escenarios diseñados específicamente para acordar las bases para aceptar la convivencia con el antiguo enemigo.
Los otros desmovilizados
Por supuesto, parte del Plan Colombia II es establecer que quienes se aparten del camino pierden la oportunidad y serán tratados como criminales a quienes el Estado les aplicará el peso de la ley. Como a algunos de los “paras” se los llevó a la cárcel o a la extradición y como se les aplicaron acciones, contro les y sanciones judiciales.
Sin duda, a las élites uribistas, que creen que padecieron más a las Farc, les incomoda que sus integrantes no paguen por lo menos lo mismo que sus antiguos aliados, los paramilitares. Para ellos esa debiera ser justicia. Esta ecuación se puede resolver acordando otras formas de resarcir los daños y de asumir otros conceptos de justicia, porque la justicia punitiva (la cárcel) es ineficiente, con garantías de que la reincidencia se va a sancionar. La justicia restaurativa, que puede ser parte de la transicional, es un camino.
También se necesita disipar los justificados temores de decenas de miles de ciudadanos que viven y han vivido de la guerra y para el conflicto armado, mediante la construcción de sus escenarios futuros. ¿Cuál va a ser el rol de las centenas de oficiales y los miles de soldados profesionales en la nueva sociedad? ¿Se van a desmovilizar también? ¿Cómo? ¿Con qué recursos? ¿De qué tamaño será el ejército del posconflicto y cuál será su misión? ¿Qué pasará con las armas oficiales? ¿Cómo se les resarcirá su sacrificio?
Estos temas no se pueden acordar a espaldas del país, y menos esconder debajo del cajón a ver cómo se manejan más adelante, porque son piedras contra el Plan Colombia II. Si no se informa, es fácil interpretar que, mientras a los guerrilleros se los premia con el perdón y las reformas, a los militares se los deja en el olvido y el abandono. El germen de la nueva violencia.
Lenguaje para el control de los impactos de la violencia
Mientras se logra el consenso de las élites, es posible tomar algunas medidas que minimicen el impacto de la violencia en las negociaciones. Por ejemplo, en dos años y medio es poco lo avanzado en reconstruir la imagen de los integrantes de las Farc. El lenguaje de guerra se mantiene vigente (asesinos, narcos, bandidos, terroristas) y las propuestas de las Farc son descalificadas casi siempre de antemano.
Acordar que las partes informen por los mismos canales sobre su punto de vista en los temas ayudaría a romper el círculo vicioso en el que a las Farc sólo las oye la izquierda a través de Telesur, mientras al Gobierno lo oye el 90% de la sociedad a través de los medios masivos, casi todos gobiernistas. La ciudadanía debe acostumbrarse a oír a las Farc porque se trata de abrirles canales para opinar sin necesidad de disparar.
Oír no implica compartir los puntos de vista del adversario, sino empezar a entenderlo para buscar los posibles puntos de encuentro. Esta práctica es inusual en el país, que en vez de oír a los divergentes tiende a excluirlos, sobre todo de los medios de comunicación. El tema agrario puede ser un ejemplo.
Las Farc promueven proteger al campesino con sus minifundios, y el Estado más bien la agroindustria. ¿No será posible que los dos modelos convivan, según convenga, en zonas específicas? Donde no hay campesinos ni minifundios, como el Vichada, ¿de qué sirve proteger comunidades campesinas que no existen? Por el contrario, en zonas de comunidades campesinas sin acceso a la tierra, el modelo agroindustrial seguramente es inviable.
Si se discutiera sin descalificar se podrían encontrar puntos de confluencia en vez de dejar un statu quo en el que el más fuerte se impone en cada región y el conjunto de la sociedad pierde, pues no se invierte en agroindustria por falta de seguridad jurídica, pero no se desarrolla la economía campesina porque es insostenible. Así el país acabaría importando alimentos en beneficio de la agroindustria extranjera, mientras los campesinos nacionales tendrían que ser subsidiados.
El debate público con las Farc sobre temas específicos es una manera de refundar las reglas del país de forma que la desmovilización y el desarme sean opción para un desarrollo justo y equilibrado en amplias zonas a donde el Estado no ha llegado, o llegó, pero mal.
Se puede acordar con los medios un protocolo de cobertura del proceso en La Habana, en el que se abran espacios estables para ambas partes, de manera que todos oigan a todos. Este protocolo debe incluir el uso de un vocabulario apropiado para la etapa de negociaciones, de mutuo respeto, de manera que se reconstruya la imagen del enemigo ante la ciudadanía. La paz debe sustraerse de la lógica mercantil de los medios de comunicación, como se hace cuando se convoca a la guerra.
Otras lecciones
El fracaso de los acuerdos de Camp David deja lecciones en ese sentido. Tras la entusiasta firma de los acuerdos de paz, se impusieron las facciones extremistas en Israel y Palestina, que reactivaron la guerra hasta la fecha. La paz dividió a las élites. En Israel, los medios le dieron amplio espacio a Hamás y sus acciones violentas, desvirtuando las intenciones de los palestinos y minando la confianza en los acuerdos. Arafat y su corriente moderada desaparecieron, Rabin fue asesinado y la implementación de la paz impulsada por Clinton quedó en manos de quienes se opusieron a ella, los extremistas de ambos lados. Ahí sigue la guerra.
Lo contrario ocurrió en Irlanda. Las élites estuvieron de acuerdo en superar la violencia y luego se dieron a la tarea de construir las reglas para la inclusión de los antiguos enemigos, de manera que el proceso de desmovilización, desarme y reintegración fluyera. Los medios, que tenían prohibido publicar noticias de Ira antes de las negociaciones, empezaron a entrevistarlos y a divulgar sus opiniones.
Los ciudadanos pudieron escucharlos, conocer sus voces y argumentos y así reconstruir su imagen, sacándolos de la etiqueta de terroristas. Las interpretaciones sobre los hechos violentos, que ocurrieron se encauzaron entre las dos partes para impedir que torpedearan las conversaciones, de manera que los extremistas no lograron imponer su agenda negativa.
En el país tenemos a los medios informando como si no hubiera negociaciones. Usan el mismo lenguaje y adjetivos propios de la guerra. Esa visión impide construir otra imagen de los futuros desmovilizados, pues la ciudadanía depende de los medios para hacerse una idea diferente. Ejemplo, no deben divulgar especulaciones sobre los hechos violentos, sino basarse en información confirmada y verificada que surja de las dos partes.
Pero ese deber ser se atraviesa con la ruptura Uribe-Santos, pues los medios acuden ante cada tropiezo al expresidente para divulgar su versión, que luego se convierte en enormes titulares. O acuden al procurador, que está en la misma cruzada. La ciudadanía se confunde y el proceso se debilita, como lo registran las encuestas. El propio Santos debe retroceder, su lenguaje se vuelve guerrerista, redespliega las tropas y reanuda bombardeos para calmar a los opositores.
Son medidas que provocarán más violencia y desconfianza. La tarea para evitar el fracaso la tiene a la vista el dúo Santos-Jaramillo, que lidera el tema: pactar el consenso de las élites, lograr un Plan Colombia fase II. Es imposible hacer una paz verdadera y positiva, contra la mitad de la opinión y las élites políticas y económicas.
Ramón Jimeno

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