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La belleza rota de Julia Margaret Cameron

La fotógrafa diseccionó a los protagonistas de sus imágenes con atmósferas románticas


La muerte del rey Arturo (1874).

Julia Margaret Cameron no solo se enfrentó al rechazo de los fotógrafos de la época victoriana, sino al paternalismo de los puristas de generaciones posteriores, que minimizaron su genio tachando sus imágenes, desenfocadas y manchadas, sus borrosos y quebrados medios y primeros planos, de feliz accidente, del éxito de un error. Pero muy al contrario, la obra de esta fotógrafa no es fruto de la casualidad, sino de un estilo que tuvo el coraje de dar la espalda a las reglas de la reproducción mecánica y a los cánones de la época. Asumiendo la imperfección como expresión artística, logró recoger algo que iba más allá de la nitidez de la imagen: el alma de los retratados, sobre todo sus mujeres y niñas, a las que capturó como nadie lo había hecho antes. Melancólicas y vulnerables, de una belleza romántica y enfermiza, pero también impenetrables y desafiantes, con una profundidad trágica que hoy se mantiene imperturbable.

La retrospectiva que el Victoria and Albert Museum dedica a la artista por el bicentenario de su nacimiento (Calcuta, India, 1815) y por los 150 años de su primera y única exposición en vida (en el mismo Victoria and Albert, antes South Kensington Museum, en 1865) muestra la fuerza creativa de una mujer que, según la estadounidense Marta Weiss, comisaria de la exposición, ha sufrido la tibieza de la lectura machista de la historia. Pese a que desde muy pronto se reconoció su enorme influencia –era imposible no hacerlo–, se insistió en la idea de los fallos técnicos y de la suerte del aficionado frente a la que hoy cobra más peso: la obra de Julia Margaret Cameron es fruto del empeño de una mujer ambiciosa y testaruda que se sabía artista.

Tuvo su primera cámara con 48 años. En su casa en la isla de Wight, reconvertida en estudio y laboratorio, retrató a familiares, amigas y vecinas

“¿Errores o experimentos?”, se pregunta Weiss insistiendo en el matiz. “Ella cometía errores, pero desde el momento en que no los corrige y los repite una y otra vez dejan de ser errores para convertirse en un estilo. Dejar huellas del proceso, de las manchas, rasguños o efectos borrosos dotaron de enorme modernidad, y humanidad, a su trabajo. Hemos investigado muchos de sus negativos, esas repeticiones, y por eso creo que lo correcto es hablar de experimentos”.

A través de la correspondencia que la fotógrafa mantuvo con Henry Cole, director del South Kensington Museum, sabemos de la enorme aspiración de su trabajo, de sus ansias por exponer, hacerse valer ¡y ganar dinero! con sus fotografías en un mundo que desde el primer momento la ninguneó por su mala ortografía con la cámara y el revelado. En un duro artículo que la Sociedad Fotográfica de Londres publicó en su Photographic Journal quedaba clara la postura académica: “Nos disculpamos por condenar el trabajo de una mujer, pero estaríamos cometiendo una injusticia si dejásemos pasar sus fotografías como ejemplo de buen arte o de perfección”. Cole, por el contrario, no solo creyó en ella, sino que la convirtió en la primera artista residente del museo. “Mi aspiración”, escribió ella, “es ennoblecer la fotografía y garantizar que se la tenga por un arte con mayúsculas capaz de combinar lo ideal y lo real sin sacrificar la verdad y desde la más completa devoción hacia la poesía y la belleza”. Sobre las críticas vertidas por la Sociedad Fotográfica de Londres, mantuvo una envidiable distancia: “De no haber sido capaz de valorar la crítica en su justa medida me habría desanimado mucho. Era demasiado implacable y manifiestamente injusta como para tenerla en cuenta. El enorme espacio que me fue concedido en sus paredes por los jueces, indulgentes a la vez que exigentes, parecía invitar a la ironía y el esplín de la noticia impresa”. Para Marta Weiss su resistencia solo se explica desde su enorme confianza en sí misma y en su proyecto. “Efectivamente, fue una figura controvertida en su época, incluso después de su muerte, pero supo seguir adelante aferrándose a lo positivo y a las personas que creyeron en ella”.



May day (1866).

Cameron tuvo su primera cámara con 48 años, una de sus hijas se la regaló para ocupar sus solitarias horas en su casa de Freshwater Bay, en la isla de Wight, donde pasaba el tiempo lejos de su marido, el abogado Charles Hay Cameron, y de sus seis hijos. Fue en esa casa, reconvertida en ajetreado estudio y sucio laboratorio, donde empezó a retratar a sus criadas, hermanas, familiares, amigas y vecinas. Entre ellas estaba la joven Alice Pleasance Liddell, la Alicia de Lewis Carroll, y su sobrina Julia Jackson, madre de Virginia Woolf. Carroll despreciaba los retratos de Cameron por imperfectos y la autora de Al faro tampoco demostró demasiada simpatía por su tía abuela. Un desdén inútil: Cameron cambió la forma de mirar a las mujeres y a las niñas al retratarlas despeinadas, medio vestidas, con aire somnoliento, de andar por casa. Se alejó de la rigidez victoriana para acercarse a su propia naturaleza femenina. “Su luz y su forma de encuadrar eran de una enorme modernidad, dotaba a su trabajo de una energía muy dramática”, afirma la comisaria, que recuerda la exposición de 1999 en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA), dedicada solo a los retratos femeninos y mucho menos exhaustiva que la de ahora (57 frente a 120 imágenes). La muestra del Victoria and Albert, itinerante, viajará del 17 marzo al 15 de mayo de 2016 a la Fundación Mapfre de Madrid, acompañada de una serie de fotografías de la época que servirán de contexto.

Su obra asumió la imperfección como expresión artística. Recogió algo que iba más allá de la nitidez de la imagen: el alma de los retratados

Para el director de cultura de la fundación, Pablo Jiménez Burillo, el rechazo a Cameron hay que situarlo dentro de las peculiaridades de la sociedad británica de entonces, “esa mirada conservadora no se hubiera dado ni en el continente ni en Estados Unidos, donde eran más abiertos a la modernidad, mientras que la sociedad inglesa, entonces mucho más replegada hacia atrás, era negativa a todo lo moderno. Cualquier experimentación estaba fuera de lugar”. Para Jiménez Burillo, las imágenes de Cameron son difíciles de olvidar cuando se descubren. “Recuerdo una exposición suya a finales de los años ochenta en la Juan March de Madrid. No existe un fotógrafo con su intensidad. Me atrae su personalidad y su calidad, su técnica estaba ajustada a la perfección a lo que ella quería contar, que era algo muy intenso, de sentimientos ocultos, no hablados. Miraba al pasado, a la pintura, pero al mismo tiempo a algo nuevo y diferente. Con las fotografías de Julia Margaret Cameron no sabes qué ocurre pero sabes que algo está ocurriendo. Y eso es el arte”.

Un artículo de Sarah Burton, actual diseñadora de Alexander McQueen, publicado en el diario Financial Times ahonda en ese lado inescrutable de Cameron. Burton recuerda cómo sus mujeres y niñas han colgado de las paredes del taller de McQueen desde siempre. “Creo que Cameron resuena en McQueen porque ella demuestra con qué naturalidad pueden coexistir belleza y tragedia. Vivió en un tiempo donde la gente estaba obsesionada por la vida y la muerte, donde la muerte no era tan tabú. Convivía con la muerte, y eso es algo que tiene mucho que ver con el estado anímico de McQueen. Esa misma melancolía victoriana nos ha hablado a nosotros y por eso ella siempre ha estado ahí. Miramos sus fotografías. Yo miro sus fotografías. Buscando la misma autenticidad en mis mujeres, la misma suavidad de espíritu”. Esa esencia que ha obsesionado a generaciones de amantes de la belleza rota, atrapadas por el grito insondable de estas silenciosas fotos.

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